Entre los hombres a quienes las Diosas Fama y Fortuna halagan, podemos diferenciar dos géneros: unos que simplemente se hacen a la mar sin saber exactamente a qué puerto arribarán; otros ponen proa mar adentro dispuestos a conquistar su destino. A los primeros la fortuna les sale al paso, pero a los segundos les ocurre algo singular: el corazón presiente la gloria y su imaginación dibuja la meta, entre mareas y tormentas. Heinrich Schlieman pertenece al segundo género de hombres.
Desde Grecia se dirigió a la región de Tróade (hoy territorio turco) donde vagamente se suponía que pudo haber existido la “bien murada Ilión” (1). La única pista a seguir, era la descripción que de la zona hacía el canto número XXII de la Ilíada: “…allí brotan dos fuentes gorgojeantes de las que nacen dos riachuelos afluentes del turbulento Escamandro. De una mana siempre agua caliente, como humo del fuego ardiente; la otra está siempre fría como el granizo, incluso en verano o invierno, arrastra trozos helados…”. Lo sorprendente era que, con ayuda de un guía, Schlieman descubrió la existencia de casi cuarenta pequeñas fuentes con las mismas características. Concluyó que en aquella zona no pudo haberse situado la ciudad legendaria de Troya. Además estaba a tres horas de la costa, y no le pareció lógico que los aqueos recorrieran semejante distancia desde donde se hallaban sus veloces naves hasta la muralla de la ciudad sitiada.
No obstante, Heinrich Schlieman no perdió esperanzas y presentía que no podía estar demasiado lejos del lugar que buscaba. Recorrió ese territorio decenas de veces, siempre con el libro de Homero en la mano, leyéndolo una y mil veces con afiebrada obsesión. Tenía fe ciega en lo narrado por el poeta ciego de Jonia y, evidentemente, no dudaba de su absoluta veracidad.
A éstas alturas es menester señalar algo importante. En aquellos días no solo se dudaba abiertamente de la autenticidad de los dos famosos poemas homéricos (la Ilíada y la Odisea) sino incluso de la existencia real del autor (2). En suma: la tendencia de los intelectuales europeos era tomar como “legendarios” ambos relatos y a Homero como un simple mito; a lo más como un nombre genérico dado a un grupo de aedas épicos antiguos. Y volviendo a nuestra historia, demás está decir que Schlieman no creía ni lo uno ni lo otro. Vivía con la certeza de la existencia de Homero y los hechos acontecidos, hacía como dos mil quinientos años atrás.
Cierto día, nuestro investigador llegó a un pequeño pueblo llamado Hissarlik y se enteró que su nombre se traducía a “palacio”, situado a no menos de una hora de las frescas olas del Mar Egeo. Embelesado, divisó desde allí lo alto de una hermosa colina, más bien una especie de meseta baja, con forma cuadrangular. Su corazón volvió a estremecerse como cuando niño; no dudó más: sabía que ante sus ojos estaba la antigua Troya.
Ciertamente el sitio era estratégico, pues desde la colina se dominaba toda la llanura. A su costado y a poca distancia, se levantaba también un monte, desde cuya cima –según la tradición homérica- el crónida Zeus observaba la ciudad: era el Monte Ida.
Con desbordante entusiasmo y echando mano a su ingente fortuna, inició las excavaciones cuya magnitud resultaron noticia polémica en los círculos científicos de la vieja Europa. Las burlas no se hicieron esperar; los más prudentes calificaban tales excavaciones como un vano intento de probar algo disparatado, sin base arqueológica o histórica alguna. A Schlieman lo apodaron como “el loco de Hissarlik”.
En campos de la Tróade, al sur de aquella bulliciosa garganta donde las aguas del Mármara y el Egeo se confunden en una estrecha y larga comunión, se percibe desde el alba febril movimiento en el campamento arqueológico de Hissarlik. Era el fresco amanecer del 15 de Junio de 1873, penúltimo día de trabajo, pues durante casi tres años las excavaciones poco afortunadas habían, en cambio, agotado casi en su totalidad la fortuna de Schlieman. Estaba frustrado y desconcertado, la realidad parecía persuadirlo que su soñada Troya no estaba en aquél lugar, solo en su imaginación. Aceptó paralizar los trabajos hecho que sus detractores entendieron como su rendición absoluta.
Mientras se hacían preparativos para la partida, se dispuso a bajar por última vez a los socavones. Avanzaba lentamente por los restos de unos muros que él mismo atribuyó al Palacio de Píamo, cuando de pronto su mirada quedó fija en un punto determinado de la excavación. Preso de una excitación que no quería disimular, fue presuroso a la superficie y ordenó a su esposa que despidiera inmediatamente a los obreros. Tan solo cuando estuvieron solos, Heinrich murmuró al oído de la sorprendida Sofía (la esposa) una sola palabra: - ¡ ORO ¡
Con agilidad descendió con ella al socavón, y como un loco se puso a excavar desesperadamente, apenas con una navaja y sus propias manos…poco a poco iba desenterrando un asombroso tesoro, mientras enormes bloques y toneladas de escombros pendían amenazantes sobre las cabezas de ambos. Crujían los maderos que apuntalaban el pesado techo y el polvo se apoderaba del sitio; mas de nada se percataba Schlieman. Solo se ocupaba de las increíbles joyas y piezas de oro de incalculable valor, que una tras otra iba apareciendo en el nicho, que bien pudo por imprudencia, convertirse en su tumba. A pesar de todo, no sería el fin del más creyente de Homero.
En verdad la fastuosidad de tesoro encontrado, superaba el arqueo de cualquier fantasía; había de todo: cadenas, broches, fíbulas, pendientes, brazaletes, todos de oro y joyas primorosamente trabajadas con piedras preciosas.
¡Es el tesoro de Príamo! Exclamaba Schlieman con lágrimas en los ojos y voz entrecortada, mientras seguía brotando mágicamente de aquella entraña subterránea los exquisitos collares que alguna vez debieron circuir el deiforme cuello de Helena de Troya. Había también delicados encajes de oro milagrosamente preservados, que tal vez adornaron ropajes del mismo rey Príamo. Todo era como retroceder en el tiempo y volver a la época de los héroes y semidioses griegos. Enajenado ante tanta maravilla, llegó a confundir a su esposa con Helena, y le colocó unos zarcillos y un collar del propio tesoro. Para Schlieman era la cúspide de su existencia, y el hechizo de aquél momento duró por el resto de su vida.
En todo el mundo la noticia causó verdadera conmoción, ya que pocas veces en la Historia se había registrado el descubrimiento de un tesoro tan fabuloso y valioso. Sus eternos detractores tuvieron que bajar la cabeza y reconocer la contundente victoria del “loco de Hissarlik”. Años más tarde retomarían la ofensiva y llegaron a demostrar que la ciudad de Troya, la de Héctor y Aquiles, no estaba en la segunda ni tercera capa, sino en la sexta. Incluso logró determinarse que el tesoro hallado no perteneció a Príamo, sino a un soberano mil años más remoto. Pero… ¿Qué importaba ya? Schlieman había hecho emerger a la luz de la Historia un verdadero universo que todos daban por inverosímil y legendario. Todo se minimizaba ya ante el gigantismo de su fe inquebrantable, casi intuitiva.
Este soñador que pareció sintetizar en su persona la disciplina y tenacidad germánicas merece un estudio especial sobre su vida y obra. Ejemplar en múltiples aspectos, aportó como pocos a la investigación arqueológica y la matizó con la pasión imaginativa con que dicha ciencia merece desarrollarse.
Heinrich Schlieman murió en la navidad de 1890. Esos hados del destino que fueran testigos de sus lucubraciones cuando niño, estaban muy cerca murmurando al amparo de las sombras. Sentenciaron que desde aquél día, siempre que los hombres recuerden la vida de Schlieman, volverán a caminar junto a su espíritu una y mil veces, TRAS LAS HUELLAS DE TROYA.
Sophie Schliemann |
NOTAS:
(1) “Ilión” era el nombre con el cual se llamaba a Troya, dando origen al nombre de la obra famosa de Homero “La Ilíada” que relata los hechos ocurridos durante el último de los diez años que perduró aquella famosa guerra.
(2) Algunos estudios filológicos de principios del siglo XIX habían señalado diferencias de estilo y expresiones entre las dos obras (insinuando la posibilidad que no tuvieran el mismo autor) más la falta completa de datos “históricos” sobre la persona de Homero (solo registraban referencias indirectas y ninguna constante probatoria de su existencia legítima; esto daría origen a toda una polémica literaria sobre el llamado “Misterio de Homero”.
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