Tras las huellas de Troya (1ra parte)

La Iliada
Atardecer de un 24 de diciembre de 1832. Cuando la totalidad de las familias de Mecklemburgo se disponían a ultimar los detalles de la cena navideña (en algunos casos opípara y en muchos más el humilde bocado que saliera de la común rutina), un pequeño niño miraba caer la nieve tras la ventana, embobado por el relato que un viejo pastor hacía de una antigua leyenda. No era precisamente una tierna historia navideña, como lo auspiciaba la ocasión, sino nada menos que la epopeya troyana, la narración excitante de las luchas entre los héroes homéricos: el invencible Aquiles, el noble Héctor, el joven Paris, el astuto Odiseo, la bellísima Helena, el orgulloso rey Príamo, el desafiante Agamenón… los funerales patroclos, el gran caballo, la ciudad incendiada, en suma: la historia de la Ilíada.

No era la primera vez que aquél niño escuchaba tales aventuras. Siempre le fascinaron éstos personajes y cada vez que oía las mismas leyendas, su corazón se estremecía, aceleraba su respiración y se emocionaba tanto que creía estar inmerso en cada contingencia del relato. Aquella noche de navidad el pequeño Heinrich –que así se llamaba nuestro personaje- se la pasó en vela, escribiendo una suerte de resúmenes de los sucesos de la Guerra de Troya. Con ello tal vez quería sentirse “involucrado” en tantas hazañas que agitaban su imaginación.

Al día siguiente, fría mañana de Navidad, el niño acudió presuroso al encuentro de su padre, el viejo pastor, y le entregó por obsequio su propia composición. Comprendiendo el valor del regalo, el viejo estrechó al pequeño Heinrich con un fuerte abrazo. Aquél escrito representaba la suma de una imaginación desbordada que a sus casi diez años ya era capaz de volcar en el papel. Pero el tierno abrazo súbitamente se interrumpió con una grave pregunta del niño: ¿Y dónde está Troya? Su padre, levantando los hombros y en medio de un suspiro, respondió: “Nadie lo sabe...”. Fue entonces cuando el pequeño, con ojos brillantes y una solemnidad nada común para su edad, contestó con aplomo: “Cuando sea mayor, yo encontraré Troya y el tesoro del rey”.

Los entretenimientos y retozos infantiles, matizados siempre por la misma historia, acompañaron a nuestro personaje por algunos años más. Y a esos días siguieron otros, que le exigieron dejar los pueriles juegos y asumir serias responsabilidades para aliviar la pobreza familiar. Así llegaron para él los 14 años. La ciudad alemana de Furstemberg acogió, en una de sus tiendas de ultramarinos, al joven Heinrich en calidad de aprendiz. Allí hacía de todo: vendía arenques, aguardiente, sal y –por supuesto- fregaba el suelo. Así desde las cinco de la madrugada hasta las once de la noche, durante los siguientes cinco años.

A punto de cumplir los veinte años, decidió ir al gran puerto de Hamburgo y se embarcó como grumete. La mala fortuna hizo que el buque naufragara, aunque Heinrich logró sobrevivir. Al poco tiempo se establece en Ámsterdam, donde consigue a duras penas un puesto de escribiente. En ésta época, valiéndose de un método “sui géneris”, se abocó al estudio de idiomas, desarrollando tal facilidad para su aprendizaje, que apenas le tomaba dos o tres meses dominar una lengua, incluyendo su gramática. Gracias a su método y prodigiosa memoria, hablaba y escribía con fluidez el holandés, inglés, francés, sueco, italiano, español, ruso, árabe, hebreo y latín, sin contar su lengua materna, el alemán. Como si fuera poco, llegó a vencer las dificultades del hexámetro homérico, cuyo eficaz conocimiento partiendo del griego, le sería utilísimo en aquél futuro sorprendente que le aguardaba. Por aquellos días solía decir que si Platón pudiera recibir una carta suya, sin duda la leería perfectamente. Se había convertido en un políglota (dominador de muchas lenguas).

Desde entonces la Diosa Fortuna parecía haber hecho un secreto pacto con él. Ascendió en su empleo y dos años después constituyó su propio negocio. Con 24 años ya tenía una holgada posición económica y empezó a viajar por el mundo. Llegó a Norteamérica y fundó un Banco, amasando una considerable fortuna.

En 1863 nuestro personaje otrora de humilde origen, es ya irreconocible. Su riqueza enorme se acrecienta día a día. Con 41 años, archimillonario y libre de preocupaciones elementales, había recorrido muchos países exóticos…pero curiosamente había evitado pisar tierra griega, como si esperara fríamente el momento propicio. Y el momento había llegado.

Heinrich Schliemann
Su llegada a Grecia significaba para él la consumación al preludio de una gran ilusión. Este hombre al que no le interesarán más los negocios, solo tiene en la cabeza una idea obsesiva: probar que todo el universo de Homero no es sólo una leyenda.

Desde los montes del Peloponeso, extiende su mirada a través del mar, mirando el horizonte del este. ¡Oh anhelados paisajes que tanto frecuentó en su imaginación…! Le eran tan familiares, como si los conociera desde siempre, aunque por primera vez se presentaran a sus ojos.

Su nombre, HEINRICH SCHLIEMAN, y bajo el brazo un libro del que nunca se separa: La Ilíada. Su mayor aventura está por empezar.

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