Conocemos la existencia de hermandades de construcción, agrupados a la manera de gremios. Es prácticamente un hecho que algunos círculos formaron cofradías y que evidentemente habrían sido éstos quienes levantaros los monumentos Góticos. La Orden Templaria se halla íntimamente vinculad al fenómeno Gótico por ser los organizadores de los gremios de constructores, pues es sabido que para ellos la arquitectura cósmica era el modelo de la arquitectura terrenal, y la arquitectura terrenal debía ser el modelo de la arquitectura interior del ser humano.
Fue Bernardo de Claraval quien estableció los estatutos de la creación de la Orden Caballeresca del Temple, siendo más que su redactor, la virtual cabeza organizativa. Ahora bien, Bernardo de Claraval (o San Bernardo para el Santoral Católico) era el abad de la Orden del Císter, lo cual implicaba una relación aparentemente estrecha, por su intermedio, con el Temple. Herederos de la trascendental misión civilizadora, desplegada en occidente por los benedictinos y monjes de Cluny, los cistercienses tenían accesos a invalorables conocimientos legados por las grandes culturas de la antigüedad, y que en parte hallábanse consignados en obras únicas depositadas en sus enormes bibliotecas. Toda esta erudición, que no sólo habría abarcado técnicas particulares de construcción, sino también auténticas claves herméticas de sabiduría, debió ser compartida entre el Temple y la Orden del Císter.
Por ello, en la arquitectura gótica los prototipos que son las primeras catedrales representan la máxima expresión, a diferencia de las construcciones posteriores que incluso van decayendo en sus particulares técnicas. Sépase que esto es anormal en los procesos de evolución arquitectónica. Aquí yace un primer misterio.
El Gótico tiene su antecedente inmediato en el estilo Románico, y aunque algunos han sugerido que se trata de una estación transitoria hacia los estilos Renacentistas, tal afirmación carece de sustento en la mayoría de especialistas que concluyen por considerar al Gótico como un caso raro y sorprendente.
Alzándose por sobre todos los juicios, aquella original forma de construir, pintar, esculpir y trabajar los vitrales, exteriorizan algo mucho más grande y profundo. Una manera diferente de conseguir las cosas, un conocimiento excepcional de técnicas artísticas que reflejan –a su vez- una especial visión del mundo, del hombre… y más allá del hombre mismo.
De la oscuridad ostensible que predominaba en las construcciones románicas (aquellas típicas del arco de medio punto, las cúpulas circulares y naves de techo bajo, típicas de la alta edad media, la baja edad media nos trae una luminosa novedad: el estilo Gótico.
Nada más evidente se hace cuando alguien ingresa al interior de una catedral gótica, especialmente las de la primera fase constructiva, donde el primer escollo es un tímpano gigante que da paso a la típica figura de un enigmático laberinto reproducido en las losetas del suelo. Una vez recorrido el circuito ritual el hombre alza la mirada hacia el infinito, porque mira el gigantismo amplio de los techos y ventanales pletóricos de luz y colorido, a medida que avanza por la nave central. Al medio de la Iglesia otra visión nos sorprende: la nave central renuncia a la densa solidez del estilo románico y se muestra ligera, gravitando en el espacio, con columnas delgadas y osadamente altas donde destacan a izquierda y derecha, los arcos de tercio punto, que culminan en impresionantes agujas que apuntan al cielo. Es evidente que cualquiera empieza a percibir que ha ingresado a una portentosa estructura en permanente estado de “tensión”, que convierte a la catedral en una gigantesca caja de resonancia y vibración
Este particular efecto queda evidenciado por la existencia de un sistema de contrafuertes, alineados a cierta distancia del edificio y que hállanse conectados con la estructura central por medio de los arcos saltarines o arbotates (del francés Arc-Boutant) los cuales permitían que la enorme presión que en principio debían soportar los muros se transmitieran a los contrafuertes, aliviando y hasta neutralizando las fuerzas naturales del peso. Éste, al no recaer en los muros, facilitó la construcción de los gigantescos ventanales y con ello se permitió el ingreso pleno de la luz al interior de los templos Góticos. Por otro lado, la ingeniosa constitución de la bóveda es el resultado de la intersección de dos arcos de medio punto o románicos, trazados desde distintos centros. Su proyección hace surgir un arco quebrado, una ojiva, cuyos dos semi arcos que la forman se apoyan uno contra el otro, superando así el inconveniente del arco románico que ofrecía débil resistencia en su parte superior. La nueva forma no sólo anula el empuje o caída de los arcos románicos, sino que por el contrario favorece una tendencia direccional de la fuerza, esta vez de abajo hacia arriba.
La cuestión va más allá de una simple alternativa de construcción: implica una decidida voluntad humana de elevación, de ingravidez, de irremediable ascensión hacia lo infinito. En una catedral gótica la arquitectura es vertical y ello es obra de espíritus que ya no “deambulan buscando” en la horizontalidad del mundo sino de aquellos que poseedores de la Gran Ciencia levantan sus ojos al cielo, como descubriendo una nueva dimensión aún no explorada. Por lo tanto la obra objetivada por aquél nuevo impulso se aligera y tórnase grácil.
En las catedrales góticas el medioevo alcanza el clímax de su arrobamiento espiritual; su patente y casi patético delirio místico. Absorto en la sutil armonía, se lanza al cielo desafiando la realidad (expresado en su triunfo sobre la gravedad.
Cuando a comienzos del siglo XIII, Felipe el Hermoso, propicia la caída del Temple (todo indica con el propósito de apoderarse de sus bienes) paralelamente el Gótico empieza su languidez. El estilo perduraría aún asumiendo modalidades como el Ojival Tardío, el Flamígero y otros; pero el fascinante Gótico del siglo XI y XII, el de la mística y el del arrobamiento hacia el infinito, el Gótico de la luz y la transmutación, se extinguió con Jacques de Molay en 1314, cuando la fatal hoguera consumió en París al último de los grandes Maeses Templarios.
Fernando Velásquez Franco.
Bibliografía recomendada:
- EL MISTERIO DE LAS CATEDRALES - Louis Charpentier.
- EL LEGADO TEMPLARIO - Juan G. Atienza
- HISTORIA Y MISTERIO DE LOS TEMPLARIOS - Martin Walker
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